La flor


Aquella noche soñé que estaba durmiendo en medio de un campo de flores tomando vino con mi esposa. Estábamos componiendo versos y mirando las nubes, en un tiempo que parecía eterno. Las flores del campo olían fresco y se escuchaba un río en las cercanías. En el sueño me quedé dormido en sus piernas, arrullado por el aroma de las flores, que era como una melodía.

Al despertar sentí el aroma del sueño, por eso pude recordarlo; estaba aún somnoliento, abracé con cariño a mi mujer, pero sentía como si algo malo hubiera pasado. El aroma a rosas de la habitación oprimió mi pecho; a mi lado mi mujer se había convertido en un ser que tenía rasgos como de una flor, un pez y un humano. Su cabeza estaba llena de pétalos blancos con las puntas rosadas, su largo cuello se había convertido en un verde tallo, sus manos parecían las hojas de una flor, y sus pies parecían las extensiones de un anfibio. respiraba, su pecho era verde y pegajoso.

Me llenó de alivio darme cuenta de que aún respiraba. Pensé que a lo mejor algo le había pesado en sueños, había ido a alguna dimensión extraña o alguien le habría lanzado un hechizo. Mi mujer solía contarme sus andanzas en los sueños, por eso llegué a la conclusión de que quizás alguien malvado le habría hecho una brujería para que se convertirá en este extraño ser.

De su cara llena de pétalos de flor salía el aroma de una flor. Estaban muy suaves, con las puntas de un color rosa que se desvanecía hacia el centro que era blanquecino. Sus ojos no cambiaron, la expresión de su mirada era más suave, pero se notaba cansada. Su cuerpo de anfibio estaba mojado, pero se estaba secando.

— Tengo sed, dijo— la llevé en brazos a la bañera y puse un poco de agua. Los pies que se habían convertido en unas húmedas terminaciones como de un anfibio se humectaron y ella respiró aliviada. El pensamiento de que el tiempo de vida de las plantas y los peces es mucho más corto que el de los humanos me estremeció.

Sin embargo, sus ojos estaban tan vivos, que olvidó el miedo que lo había invadido. El beso suavemente. Sus labios estaban frescos y su boca desprendía un sabor a rosas. Se metió en la bañera con ella. Su piel estaba suave y resbalosa.

Recordó la época en que sólo eran novios y se besaban durante largas horas, después de ir a platicar a un café sobre sus autores favoritos de literatura o sus películas, o sobre las cosas que les habían ocurrido en la semana. Se quedó besándola durante horas, perdido de placer en el sabor y la suavidad del cuerpo de su esposa. Ella estaba jadeando, aunque su voz tenía algo diferente ahora, como si fuera algo entre infantil y animal que se encontraba dentro de ella. Tenía aún unos cabellos, que habían vuelto grises, que le llegaban hasta los hombros. Eran las dos de la tarde. Sintió hambre en su estómago.

—Voy a buscar algo de comer, qué quieres— ella estaba confundida.

—¿quieres carne? —le preguntó y ella negó con la cabeza

—¿Una ensalada? — ella negó de nuevo

—¿pescado? — le preguntó. Ella dudó por un momento y luego asintió. Salió al mercado a buscar algo de comer. Ella se quedó en la bañera, jugando con el agua. estaba olvidando algunas cosas de su vida, y

otras las recordaba como si fueran un sueño lejano. Solo tenía a ese hombre, que si no regresaba esa tarde la dejaría morir sola en la bañera.

Poco a poco Fernando se acostumbró a la nueva realidad. Ir al trabajo, regresar a la bañera a dar de comer a su esposa, que ahora era un híbrido entre un pez y una flor. Le contaba sus problemas de la empresa, ella sólo lo escuchaba, pero no podía entender muy bien de lo que él hablaba. A veces, mientras el mencionaba nombres de las personas de su empresa, ella podía ver la imagen de sus caras, y adivinar si ellos tenían buena relación con su esposo.

Había muchos problemas en el trabajo, pero Lucía lo fue guiando poco a poco, mostrándole en sueños con quiénes debía hacer buena relación y de quién debía alejarse. La empresa cambió de nombre y su esposo fue ascendido. Entendía cómo acercarse a las personas, como ayudarles, porque su esposa lo guiaba desde la bañera, enseñando la amabilidad. Después de unos años el acumuló mucho dinero y compró una mansión, donde tenían un enorme baño, rodeado de árboles y plantas y en medio había un estanque donde vivía su esposa.

Ambos estaban envejeciendo, a él el cabello se le puso blanco y a ella se hicieron blanquecinos los pétalos de su cara y se veían como los de una rosa a la cual han pasado los días de haber sido cortada. Entre el sueño que era su vida, Lucía pudo ver el rostro de un compañero del trabajo de Fernando, que acababa de regresar de la playa, y había ido a un lugar en el que las aguas quizás podrían regresarla a la normalidad.

Pero su esposo así la amaba, la besaba largas horas, se perdían mutuamente en el sabor de sus bocas, en la mutua compañía de comprensión silenciosa, del secreto de su casi irremediable transformación, no sólo la que ella sufrió, sino la de la vejez que compartían. En las noches de los viernes leían poesía, bebían vino y se visitaban en sueños, caminando juntos tomados de la mano a la orilla del mar, o nadando entre seres submarinos, hasta perder la consciencia, pero siempre iban acompañados el uno del otro.











Ella decidió no volver a su antigua figura humana y hacerle compañía de esta manera, en la que él había aprendido a amarla de nuevo, con locura y vivieron así, el uno con otro en días de calma en los cuales no tenían nada que temer. Poco a poco entre besos, ella fue absorbiéndolo en su mundo y él comenzó a entender las cosas como lo hacía ella. Todo se veía como si hubiera una capa de agua en el ambiente, a veces veían peces imaginarios atravesando el aire.

Ella también aprendió del mundo lógico de él; cuando llegó el momento de retirarse de la empresa se fueron a vivir al mar. Tenían un acceso privado a la playa, donde podían pasarse los días descansando en la arena y viendo las estrellas. Estuvieron juntos hasta que la muerte se la llevó, en sueño dulce, sin que sintiera dolor. Simplemente soñó que se volvía humana y que estaba de nuevo, caminando de la mano del amor de su vida. Esa mañana al despertar la encontró de nuevo humana, con los pies que habían vuelto a su forma y el rostro ya sin pétalos, con algunas arrugas, pero aún firme. La sacó de la bañera y su cuerpo fue enterrado en un lugar cerca de la playa. Ahora él estaba solo, pero todos los días se repetían esos largos paseos en sus sueños, donde estaba siempre con ella y amanecía enamorado, con un amor interminable.


Diana Galindo Barajas








Estado de México, 1994


Es licenciada en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro. En 2011 obtuvo el primer lugar, en poesía, en el XXVI Certamen Universitario de Poesía, Cuento y Ensayo entregado por la Escuela de Bachilleres “Dr. Salvador Allende” de la UAQ; en 2016, el tercer lugar en el VIII Concurso Nacional de Poesía “María Luisa Moreno”. Su poesía está incluida en la antología Poesía en sí (ENSQ, 2015). Ha publicado los libros Despliegue de pájaros (Ediciones El Humo, 2012), Spiritual Kingdom (Ediciones El Humo, 2014), El mundo desde afuera (Ediciones El Humo, 2019) y Las pasiones de la luz (Infame Turba Editorial, 2022). 

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