Niño dibujado con pluma


¿Cómo conocer alguna vez a un niño? Para conocerlo tengo que esperar a que se deteriore, y recién 

entonces estará a mi alcance. Allá está él, un punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni él mismo. 

En cuanto a mí, miro, y es inútil: no logro entender algo actual totalmente actual. Lo que conozco de él 

es su situación: el niño es aquel en quien acaban de nacer los primeros dientes y es el mismo que será médico o carpintero.

Mientras tanto —allá está él sentado en el piso, de una realidad que he de llamar vegetativa para poder 

entender. ¿Treinta mil de estos niños sentados en el piso tendrían la oportunidad de construir otro 

mundo, uno que tomara en cuenta la memoria de la actualidad absoluta a la que un día perteneceremos? 

La unión haría la fuerza. Allá está él sentado, iniciando todo de nuevo, pero, para su próxima 

proyección futura, sin ninguna oportunidad verdadera de iniciarlo realmente.

No sé cómo dibujar al niño. Sé que es imposible dibujarlo con carbonilla, pues hasta la pluma mancha 

el papel más allá de la finísima línea de extrema actualidad en que él vive. Un día lo domesticaremos 

como humano, y podremos dibujarlo. Pues así hicimos con nosotros y con Dios.

El propio niño ayudará a su domesticación: es esforzado y coopera. Coopera sin saber que esa ayuda 

que le pedimos es para su autosacrificio. Últimamente ha incluso practicado mucho. Y así continuará

progresando hasta que, poco a poco —por la bondad necesaria con que nos salvamos— él pasará del 

tiempo actual al tiempo cotidiano, de la meditación a la expresión, de la existencia a la vida. Haciendo 

el gran sacrificio de no ser loco. Yo no soy loco por solidaridad con los millares de nosotros que, para 

construir lo posible, también sacrificaron la verdad que sería una locura.

Pero por ahora helo sentado en el piso, inmerso en un vacío profundo. Desde la cocina la madre se

cerciora: ¿estás allí tranquilito?

Convocado al trabajo, el niño se para con dificultad. Tambalea, con toda la atención hacia adentro: todo 

su equilibrio es interno. Logrado esto, ahora toda su atención va hacia afuera: él observa lo que el acto 

de erguirse provocó. Pues levantarse tuvo consecuencias y consecuencias: el piso se mueve incierto, 

una silla lo supera, la pared lo delimita. Y en la pared está el retrato de El Niño. Es difícil mirar el 

retrato en lo alto sin apoyarse en algún mueble, y eso él todavía no lo practicó. Pero su propia dificultad 

le sirve de apoyo: lo que lo mantiene de pie es precisamente prestar atención al retrato alto, mirar hacia 

arriba le sirve de grúa. Pero comete un error:

pestañea. Haber pestañeado lo desvincula por una fracción de segundo del retrato que lo sostenía. El 

equilibrio se deshace —con un único gesto total, cae sentado. De la boca entreabierta por el esfuerzo 

de vida la baba clara corre y gotea en el piso. Mira lo goteado bien de cerca, como a una hormiga. El 

brazo se levanta, avanza en arduo mecanismo de etapas. Y súbitamente, como para tomar lo inefable, 

con inesperada violencia aplasta la baba con la palma de la mano. Pestañea, espera. Finalmente, pasado 

el tiempo necesario que se tiene que esperar por las cosas, alza la mano cuidadosamente y mira en el 

piso el fruto de la experiencia. El piso está vacío. En nueva brusca etapa, mira su mano: la gota de baba 

está, pues, pegada en su palma. Ahora él sabe de esto también. Entonces, con los ojos bien abiertos, 

lame la baba que le pertenece. Piensa en voz alta: niño.

—¿A quién estás llamando? —pregunta la madre desde la cocina.

Con esfuerzo y gentileza mira por la sala, busca a quien la madre dice que él está llamando, se da 

vuelta y se cae para atrás. Mientras llora, ve la sala deforme y refractada por las lágrimas, el volumen 

blanco crece hasta él —¡madre!— lo absorbe con brazos fuertes, y ahora el niño está bien en lo alto en 

el aire, en lo cálido y lo bueno. El techo está más cerca, ahora; la mesa, abajo. Y, como él no puede más 

de cansancio, empieza a girar las pupilas hasta que se van sumergiendo en la línea de horizonte de los 

ojos.

Los cierra sobre la última imagen, las barras de la cama. Se duerme agotado y sereno.

El agua se secó en su boca. La mosca golpea en el vidrio. El sueño del niño irradia claridad y calor, el 

sueño vibra en el aire. Hasta que, en una repentina pesadilla, una de las palabras que aprendió se le 

aparece: se estremece violentamente, abre los ojos. Y para su terror ve sólo esto: el vacío caliente y 

claro del aire, sin madre. Lo que piensa estalla en un llanto por toda la casa. Mientras llora, se va 

reconociendo, transformándose en aquel que la madre reconocerá. Casi desfallece en sollozos, con 

urgencia tiene que transformarse en algo que pueda ser visto y oído, si no se quedará solo, tiene que 

transformarse en comprensible si no nadie lo comprenderá, si no nadie irá a su silencio, nadie lo 

conocerá si él no habla y cuenta, haré todo lo que sea necesario para que yo sea de los otros y los otros 

sean míos, saltaré por encima de mi felicidad real que sólo me traería abandono, y seré popular, hago el 

trueque de ser amado, es completamente mágico llorar para tener a cambio: madre.

Hasta que el ruido familiar entra por la puerta y el niño, mudo de interés por lo que el poder de un niño 

provoca, deja de llorar: madre.

Madre es: no morir. Y su seguridad es saber que tiene un mundo para traicionar y vender, y que lo 

venderá. Es madre, sí, madre con pañal en la mano. Desde que ve el pañal, empieza a llorar otra vez.

—¡Pero si estás todo mojado!

La noticia lo espanta, su curiosidad recomienza, pero ahora una curiosidad confortable y garantizada. 

Mira con ceguera lo propio mojado, en nueva etapa mira a la madre. Pero de repente se pone tieso y 

escucha con todo el cuerpo, el corazón latiendo pesado en la barriga: ¡fonfom!, reconoce de repente 

con un grito de victoria y terror —¡el niño acaba de reconocer!

—¡Eso! —dice la madre con orgullo—, eso, mi amor, es fonfom que pasó por la calle, voy a contarle a 

papá que aprendiste, es así como se dice: fonfom, mi amor! dice la madre levantándolo de abajo hacia 

arriba y después moviéndolo de arriba para abajo, levantándolo por las piernas, inclinándolo para atrás, 

y de nuevo levantándolo. En todas las posiciones el niño conserva sus ojos bien abiertos. Secos como 

el pañal nuevo.



Clarice Lispector

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