Aves del Apeiron


Luego de continuas visitas al apiario de la ciudad, he llegado a la conclusión de que parece bastante fácil robarse un animal del zoológico, en particular un ave, cuya leyenda dice que el comer su carne alarga considerablemente la vida. Para tener acceso a los ejemplares, me hice amigo de la encargada, una joven bióloga de veinticinco años, llamada Claudia. De inmediato noté que le atraía y aproveché para invitarle un café. Era una chica bastante alegre y aficionada a las ciencias sociales, con la cual tenía largas pláticas sobre temas variados, ciencias, física, estética y filosofía.

Me cuidé muy bien de mencionar mi interés por las aves del lugar; ella alguna vez mencionó una especie traída del oriente por razones diplomáticas. Ciertamente, la mayoría de los visitantes del lugar son extranjeros. Es probable que sean conscientes del uso alimenticio de esta pequeña ave blanca y sus grandes ventajas. Lo único que necesitaba era conseguir un par de estos para reproducirlos en mi casa, pero con el tiempo me di cuenta de que estos animales estaban muy controlados. Tienen documentos de identidad, incluso pasaporte, me contó Claudia.

Luego de varios meses, Claudia me dijo que estaba enamorada de mí; rechacé cortésmente su oferta amorosa, no sin antes reiterarle mi amistad. Se fue a la playa, para trabajar en un proyecto con aves marinas. Luego de esto, entró a trabajar al apiario otra mujer, de veinticuatro años, llamada Cristina. Era alegre, aficionada a la literatura, tenía un cuerpo curvado y una cara infantil. Sin embargo, era distraída y me desagradaban sus faltas de atención, así que me abstuve de acercarme. Tuvo la inteligencia suficiente de notar mi frecuente presencia en el lugar.













 — Te he visto y sé lo que quieres —. Me tomó por sorpresa, un día en que miraba aquellas pequeñas y blancas aves. La miré perplejo. La chica me observó muy bien, hasta el punto de adivinar mis intenciones.

— No puedes llevarlos, porque no sabes de qué se alimentan —. Trataba de hacerse la interesante.

Me retiré sin dirigirle la palabra; me pareció incoherente que una bióloga no conociera el alimento de esas aves, que es como el de cualquier otra, y que quisiera engañarme, pues no era este el misterio de estas aves, de grandes ojos y plumas blancas como la nieve. Sin embargo, me intrigó la idea de que sabía lo que yo, y por qué no tomaba las aves que estaban bajo su cuidado. Claro que habría problemas con la embajada si desaparecían, pero era un costo pequeño comparado con los grandes beneficios.


Luego de diez años frecuentando ese sitio, lo mío se volvió una nostalgia. No deseo sustraer esas aves, ya no más. Con el paso de los años se tornaron mis amigas, ya me he acostumbrado a hablar con ellas y me siento como su maestro. He notado que estamos envejeciendo juntos, se les caen las plumas que antes parecían compactas como la nieve, y miran al vacío, con sus grandes ojos amarillos, como si presintieran un reloj latente en el espacio. Y mi visita es un diálogo de silencios y miradas, de complicidad entre sobrevivientes.


Diana Galindo Barajas (Estado de México, 1994)












Foto: Paola Ortega


Es licenciada en Filosofía por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado los libros Despliegue de pájaros (Ediciones El Humo, 2012), Spiritual Kingdom (Ediciones El Humo, 2014), El mundo desde afuera (Ediciones El Humo, 2019), Elemento agua (Edición de Autor, 2020) y Las pasiones de la luz (Infame Turba, editorial). Su poesía está incluida en la antología Poesía en sí (ENSQ, 2015).


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